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La carencia de agua potable provocará injustificables y multimillonarias muertes humanas en los próximos 15 a 20 años, sin contar las que ocurran por la insuficiencia del líquido vital para la producción de alimentos. Sigue leyendo
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Por Ernesto Montero Acuña
La leyenda o historia folklórica de Papá Montero, con estereotipos étnicos y costumbres festivas nacionales, ha pasado del acervo popular a obras artísticas de la cultura cubana, al extremo de que forma parte de celebraciones familiares muy diversas, sobre todo en lo musical, a partir de su estribillo, más enraizado en décadas pasadas.
Este personaje legendario ha sido llevado al cine por Octavio Cortázar en La última rumba de Papá Montero (1992), con el Conjunto Folclórico Nacional; y por Enrique Pineda Barnet en La bella del Alhambra (1989), cinta de gran impacto popular y multipremiada, con gran éxito de crítica y muy destacadas actuaciones.
Arquímedes Pous, dramaturgo y actor, había centrado en este personaje su tetralogía (1923-1934) titulada Pobre Papá Montero, Los funerales de Papá Montero, La resurrección de Papá Montero y El proceso de Papá Montero, en tanto que Antonio María Romeu y María Teresa Vera, a dúo con Rafael Zequeira, lo interpretaron en la música.
Muy reconocido en las artes plásticas es el óleo de Mario Carreño Los Funerales de Papá Montero, pintura que data del año 1949.
Una obra muy recordada sobre el insólito rumbero -inmortalizado en la tradición y en la literatura, el periodismo, las artes plásticas, el teatro y el cine, como se ha visto- es la versión musical de Eliseo Grenet (1893-1950), a partir del conocido estribillo “A llorar a Papá Montero, ¡zumba!, canalla rumbero”, cuyo origen no es tan conocido como pudiera suponerse.
La composición no se escucha hoy en igual medida que en décadas anteriores, debido a la invasión de nuevas letras y ritmos, pero muchas personas, sobre todo las más familiarizadas con las distintas manifestaciones del arte, la recuerdan con nitidez y hasta con nostalgia.
Tal vez por aquello de que Papá Montero fue personaje central en jolgorios de todo tipo, se suele vincular la popularidad y la expansiva ejecución musical a las festividades navideñas y a carnavales, parrandas, bodas, cumpleaños y, en fin, a las ocasiones festivas.
Mas no es solo popular la obra de Eliseo Grenet, hermano de Emilio (1901-1941) y de Ernesto (1908-1981), todos pianistas habaneros; pues a Nicolás Guillén se debe el poema Velorio de Papá Montero, originalmente dado a conocer en Sóngorocosongo (1931), obra publicada en 1931.
He aquí la primera estrofa: “Quemaste la madrugada/ con fuego de tu guitarra:/ zumo de caña en la jícara/ de tu carne prieta y viva,/ bajo luna muerta y blanca”.
Sobre su versificación, el poeta cubano introdujo también precisiones trascendentes, al afirmar que “sin ser el son igual al blues ni existir semejanza entre Cuba y el Sur de los Estados Unidos, es a mi juicio una forma adecuada para lograr poemas vernáculos, acaso porque ésa es también actualmente nuestra música más representativa” (*). A esta raíz pertenece el “Velorio”.
Se emparentan así, por supuesto, las notas del músico habanero -que llevó al pentagrama otros versos del poeta camagüeyano, quien confesó no hacer con ellos “más que una contribución a la poesía, al ritmo popular en Cuba”.
En defensa de lo nacional, aclara que se precisa cierto heroísmo, “donde a menudo no pensamos más que con cabezas de importación, para aparecerse con unos versos primarios, escritos en la forma en que todavía hablan -piensan- muchos de nuestros negros (y no pocos blancos también) y en los que se retratan tipos que a diario vemos moverse a nuestro lado”.
Es esa la relación que se precisa establecer entre el personaje legendario y popular y el arte de raigambre nacional.
Acerca de Papá Montero se cuenta que en Isabela y en Sagua, antigua provincia de Las Villas (hoy Villa Clara), el negro así nombrado se caracterizó a inicios del siglo XX, al parecer, por sus estruendosas festividades y que alcanzó una edad muy avanzada. Pero también muy abruptamente interrumpida.
Se le describe con cabeza blanca como algodón y, espiritualmente, como animado rumbero que se hacía acompañar por muy atractivas mulatas –algo que, al decirlo, puede parecer redundante- lo que tal vez condujera a que se le asesinara a traición.
No existen dudas de que originó numerosas leyendas, aunque no se sabe a ciencia cierta si existió en verdad o es solo el resultado de la imaginería popular, a pesar de que se insiste en que era natural de Sagua la Grande, la Villa del Undoso, y que incluso vivió en la etapa de Malanga, quien se afirma que fue su gran rival en el baile.
Se le ha descrito como famoso por sus correrías, algo que le ocasionó numerosos disgustos hogareños con su esposa. Entre música, tragos y fugaces amoríos transcurría su vida, pero un desafortunado día, en carnaval, una puñalada le atravesó el pecho.
Mortalmente herido -según el relato legendario- vio como la vida se le escapaba entre el repique de cajones y tambores. “¡Cuanto espanto, Dios mío!”, pudo haber pensado en su postrer momento, aunque tampoco se confirma que lo haya hecho. Tal como le ocurrió a Malanga, se dice, nunca se supo quien fue el culpable, ni por qué lo mataron.
Al parecer, en esto radica la certeza de su existencia.
Como tal lo reflejó Guillén en la muerte: “Bebedor de trago largo,/ garguero de hoja de lata/ en mar de ron barco suelto,/ jinete de la cumbancha:/ ¿qué vas a hacer con la noche,/ si ya no podrás tomártela,/ ni que vena te dará/ la sangre que te hace falta,/ si se te fue por el caño/ negro de la puñalada?” Para redondear luego la composición con el expresivo leitmotiv: “¡Ahora si que te rompieron,/ Papá Montero!”.
Cuentan que el velorio se caracterizó por ser un festival de percusión, en el cual los tambores, las tumbadoras y las gangarrias de todo Sagua se unieron para complacer al difunto, que así lo había pedido, a la vez que acompañaban las improvisaciones de quienes cantaban.
Se asegura que entre los improvisadores se encontraba la esposa del difunto, quien, muy callada hasta entonces, se acercó al féretro e interpretó el estribillo inmortal: “A velar a Papá Montero, ¡zumba!, canalla rumbero “; e inmediatamente la secundó el coro: “A velar a Papá Montero”, a la vez que reían todos sus integrantes.
Tal es el estribillo que reprodujo Eliseo Grenet, quien continúa trascendiendo en la música como Guillén en la poesía, en este caso a partir de un estereotipo étnico relacionado con las costumbres festivas de las cuales también proviene.
El poeta de firme cubanía que es Nicolás Guillén realiza en su estampa de poesía y son, una imagen muy recreada del personaje, del ambiente de la época y de una leyenda que la vida lega a la cultura de un modo que trasciende, aunque ahora no se refleje tanto musicalmente como antes, a pesar de que las festividades son las mismas.
(*) Nicolás Guillén, “Sones y sonero”, Diario de la Marina, 15-VI-1930.
Por Ernesto Montero Acuña
Un cantor doméstico de tonadas guajiras, en las noches, a la luz del candil solía lanzar al viento los versos que inmortalizan a la mulata camagüeyana Dolores Rondón, una décima que ilustra ejemplarmente acerca de la supremacía que se atribuye a los valores morales sobre los bienes o los disfrutes materiales.
Desgranaba el hombre durante horas sus estrofas, entre las cuales incluía la novela en versos de Camilo y Estrellita, creada por el no tan repentista Chanito Isidrón; las tres décimas de Nicolás Guillén pertenecientes a la Elegía camagüeyana y la sin dudas moralizante del epitafio a la Rondón.
Así que el asunto viene a formar parte de algo más trascendente que una simple leyenda acerca de una mulata bella, que, en su vejez, muere de tisis o de alguna epidemia local y comienza a yacer en el “camposanto”, como se solía identificar con más frecuencia al cementerio situado casi en Cielo y Carretera, un área hoy muy céntrica en Camagüey.
Se asegura que este cementerio, bendecido y abierto al público el 3 de mayo de 1814, es el más antiguo en funcionamiento en Cuba, fue escenario del incineramiento parcial de Ignacio Agramonte, a quien depositaron luego en una fosa común, y lugar que acompaña desde antaño algunas leyendas como la de la mulata más recordada en la historia de la ciudad.
Mas, ¿existió realmente aquella émula camagüeyana de Cecilia Valdés? El epitafio está ahí, en un área muy visible, cuasi aristocrática en otros tiempos, del cementerio de la Plaza del Cristo; y, se quiera o no, tuvo un autor y está dedicado a alguien que allí tuvo que yacer. ¿Qué pudo inspirar al autor? La conseja es evidente, pues deriva claramente de la letra del poema.
¿No dice acaso el texto: “Aquí Dolores Rondón/finalizó su carrera”? Si nos atenemos a un aleccionador proverbio británico o inglés, vaya usted a saber con esto de las precisiones, lo más demostrativo de que el budín existe -pudín decimos nosotros- es que se puede comer. En el caso nada vulgar de los versos, lo evidentemente explícito es que están dedicados a una mujer con ese nombre o mediante él identificada.
Entonces, ¿qué es lo dubitable? Tal vez que no se llamara así, digo, ateniéndome a la larga y prolija explicación aparecida en la página web de la Oficina del Historiador de Camagüey. Una pregunta más: ¿Tenía algún sentido ocultar el nombre verdadero bajo un pseudónimo, cuando la décima parece haber sido depositada encima de una tumba o fosa común específica y no en cualquier sitio del cementerio?
No parece razonable aquello.
En cuanto al autor, se observa una mayor aceptación acerca de su existencia. La creación se le atribuye a “un barbero con aficiones poéticas” nombrado Agustín de Moya. Acerca de este se asegura que “existe constancia” de alguien con sus características, un barbero cuya “vocación literaria era proverbial”, al que se considera “aficionado tanto a improvisar décimas populares como a escribir con el lenguaje culto que era del gusto en la época”, por lo que adicionalmente se afirma que “no debía ser muy mediocre su talento”, pues “cultivaba la amistad de relevantes intelectuales de la ciudad”.
Ya tenemos los versos sobre una tumba identificada como la de Dolores Rondón y a un presunto autor, aunque este no haya divulgado nunca que fueran suyos. No sería el primer caso similar en la historia de la literatura universal ni presumiblemente será el último, intencionado o por accidentes de la vida. ¿Sería tímido, modesto, sencillo, discreto, caballeroso…? En fin, pudo no desear que trascendiera su autoría. ¿Sería entonces casado tal vez? No divago. Solamente presumo.
Lo cierto es que desde la más antigua referencia escrita acerca del hecho y de la obra, aparecida en “una gacetilla del periódico ‘La Luz’ del 3 de febrero de 1881”, se le atribuye la autoría. Por lo demás, según la web citada, “su barbería ‘La Filomena’, situada en la calle Jesús María –hoy Padre Valencia– era refugio habitual de poetas y trovadores”.
La ubicación de la barbería, aunque no se disponga del número exacto, no debió distar mucho del camposanto camagüeyano, al cual se puede llegar directamente, doblando por Bembeta, hasta la Plaza del Cristo. Un dato no determinante, pero con relativa importancia práctica. Aunque otras versiones han situado la barbería más próxima aún del cementerio, hacia las calles Hospital u Honda, tal vez, según añejas referencias, que ni refrendo ni refuto.
A favor de esto se tiene en cuenta que, si bien “no se han podido comprobar: ni su condición de hija natural del comerciante español Vicente Rams –personaje, este sí, estrictamente histórico- ni su residencia en el barrio popular de Hospital entre San Luis Beltrán y Cristo, (y) mucho menos su fallecimiento en el Hospital de Mujeres durante una epidemia en 1863”, ocurre que este “supuesto personaje histórico” no “se ha evaporado”, ni ha dejado “su lugar a una sombra folletinesca”.
Por hijo natural se asumía al ilegítimo o de padre y madre conocidos. Pero no unidos legalmente en matrimonio.
Bastaría preguntarse: ¿cuántos padres de hijos naturales han reconocido la existencia de estos en comparación con los que la han negado hasta en artículo mortis? Tal vez no pueda verificarse la paternidad de Vicente Rams. A lo mejor se comete una injusticia atroz contra su memoria al suponerlo. Pero, ¿por qué se le atribuyó la progenitura entre los principeños que nos antecedieron? En todo caso, son aquellos los promotores de la injusticia que hubiera. Mas, lo cierto es que se ha verificado la existencia real de un posible progenitor y de, al menos, un presunto poeta enamorado.
¿Qué falta? Un cadáver con certificado de defunción e inscripción de nacimiento. Ambos datos parecen de imposible consecución. ¿Por qué? Por lo mismo que se asegura: “una mujer, posiblemente hija natural de un hombre acaudalado, bella y orgullosa, rechaza el amor de un barbero y se casa con un militar español, (y) al cabo de varios años, viuda y empobrecida, regresa de incógnito a la ciudad, donde muere durante una epidemia y va a parar a la fosa común”. Primero, en la fosa común no se identifica a los cadáveres. Segundo, ¿se puede hablar de inscripción en este caso? Más bien debió suceder lo contrario.
Continúo remitiéndome a la explicación de la OHC: “En el caso que nos ocupa, no resulta demasiado infundada la sospecha de que el relato legendario no es sino una adición al texto del epitafio, para explicar su autoría y sentido. La belleza de esa décima, su afortunada síntesis expresiva y su mensaje moral, que evidencia la influencia de muchos tópicos de la literatura clásica española: la brevedad de la vida, lo efímero de las pompas y vanidades, el premio o castigo póstumo por las acciones realizadas en vida, quedaron realzados por el uso de una forma estrófica muy popular y fácil de memorizar por el pueblo”.
Todo está muy bien. Pero se omite algo fundamental: la décima-epitafio está dedicada, insisto, a alguien que se nombró, sin duda, Dolores Rondón. Así lo afirma el poeta.
El análisis citado añade: “Si bien el texto aparecía sobre la fosa y, deteriorado por la acción de los elementos, se restauraba periódicamente, la gente pronto lo aprendió de memoria y se encargó de llenar dos lagunas de sentido que en él encontraban: ¿quién era el autor de los versos? ¿qué sucesos los habían motivado? Al parecer, la primera interrogante fue más fácil de responder en una ciudad tan pequeña, donde los versificadores aceptables no eran demasiados, (y) la segunda quizá fue más compleja, tal vez por la discreción del barbero o porque la Dolores Rondón aludida sólo tenía relieve para los implicados en aquellos sucesos sentimentales, fuera de eso –como hubieran dicho los patricios de la época- ella era ‘nadie’”. Así de simple, ¿nadie? Más bien, esto podría ser lo que origine la presunta “inexistencia” actual.
Me extenderé algo más, para eludir digresiones: “La voluntad oficial de perpetuar el epitafio, frente al riesgo de que se olvidara, muchos años después de desaparecido su posible (¿?) autor, contribuyó en mucho a mantener viva la leyenda. En 1935, por iniciativa del alcalde de facto Pedro García Agrenot, se construyó un túmulo en el que está grabado el texto. Para hacerlo todo más legendario, el túmulo y la cruz que lo remata fueron construidos por Pascual Rey Calatrava, quien había sido “quinto” en el ejército español, antes de pasar a las filas mambisas, (y) según la tradición a él le tocó fabricar el sarcófago en que fueron inhumados los restos de Martí después de su caída en Dos Ríos.
“De manera arbitraria, lo emplazaron, no cerca del sitio donde debió estar originalmente, sino delante del panteón de la familia Agramonte y muy cerca de la bóveda de los Marqueses de Santa Ana y Santa María, tal vez para darle más relieve dentro del entramado de la necrópolis. Otra ironía del destino: después de morir en la indigencia y ser enterrada en fosa común, el epitafio de Dolores Rondón iba a ubicarse en la zona más aristocrática del cementerio, entre las familias que ella hubiera querido frecuentar en vida.
“Aunque sus restos están, al parecer, definitivamente perdidos, como corresponde a un personaje de leyenda, es común observar ante el túmulo flores frescas o artificiales. La piedad popular se identifica y compadece todavía a esta nebulosa mujer, en la que ven encarnadas las tragedias más comunes de la vida cotidiana: la paternidad no reconocida, la belleza corporal como moneda de cambio, el enfrentamiento cotidiano entre amor y pragmatismo y lo cambiante de la fortuna humana.”
Algunas precisiones que considero necesarias: 1) el autor no era “posible”, sino absolutamente real: lo demuestra la existencia del epitafio; 2) no está probado que el texto estuviera originalmente en un lugar menos notable antes y de mayor relieve luego, se dice que “tal vez”; y 3) ¿por qué un personaje de leyenda? Se trata más bien de un personaje cuya identificación no ha sido definitivamente establecida. Pero sobre cuya existencia se reconocen más elementos reales que presumibles, aunque los hechos hayan sido enriquecidos por la tradición. Mas, esto no los niega, como demuestran los versos:
Aquí Dolores Rondón
finalizó su carrera
ven mortal y considera
las grandezas cuales son
el orgullo y presunción
la opulencia y el poder,
todo llega a fenecer,
pues sólo se inmortaliza
el mal que se economiza
y el bien que se pueda hacer.
Por mi parte, no solo suscribo la moraleja, a mi juicio ejemplarizante, sino que asumo como cierta la tradición de que Dolores Rondón fue un personaje real, de carne y hueso, en quien concurrieron “grandezas”, “orgullo”, “presunción”, “opulencia” y “poder”, quizás potenciados por el amante rechazado, pero también muy posibles en la bella mulata, según otros ingredientes aún no referidos y que no aparecen en el texto antes citado.
Se narra en otra crónica que “la poesía apareció hacia 1883. Estaba escrita con letras negras en una pequeña pieza de cedro pintada de blanco. Una estaca de madera dura la fijaba en la tierra de una tumba. Durante años, cada vez que la tablilla se deterioraba manos anónimas la restauraban. Así pasó medio siglo”.
Se reitera, además, “que Dolores Rondón era una bella criolla, con gracia y picardía, muy alegre, que llegó a ser orgullo del barrio donde vivía, (y) algunos aseguraron que era hija de un catalán, propietario de una tienda mixta, y una mulata criolla”.
Se añade, para concluir, que “cerca de la casa de Dolores había una barbería que tenía por dueño a un joven mulato, que además de barbero era un polifacético buscador de vidas, nombrado Francisco Juan de Molla y Escobar, quien estaba locamente enamorado de la joven, la que a cambio le prodigó todo tipo de desplantes, desprecios y repulsas”, lo que pudo merecer, digo yo, los calificativos de grandeza, orgullo, presunción y poder, sobre todo por alguien despechado.
Con respecto a Dolores Rondón prefiero concluir con el chiste de “yo no creo en las brujas, pero de que existen, existen”. Antes que “nadie”, Dolores Rondón fue “alguien”, aunque la leyenda haya opacado las luces y enriquecido las sombras de su imagen.
No creo que la sociedad camagüeyana de su época fuera muy dada a reconocer o a admitir la distinción e, incluso, la existencia de una mulata voluptuosa y voluble, tal vez, que para colmo murió virtualmente sin identidad reconocida, aunque sí reconocible para quien la considerara significativa; y que fue depositada en una fosa común, sin que la pudiera localizar otro que no fuera aquel a quien le importaba, el poeta de los versos ejemplarizantes.
En este segundo texto, de http://www.pprincipe.cult.cu/, se admite que “los historiadores han encontrado la existencia real de una parda, María Dolores Aguilera, hija natural, por lo que también aparece como Dolores Rondón. Nació en 1811. Murió de tisis en 1863, soltera y sin descendencia”. Y se asegura finalmente que “fue enterrada de limosna”.
Presumo que esta referencia es la que más puntos tiene a su favor.