Quijote de la Rampa en Cuba

Por Ernesto Montero Acuña

Salvador dijo un día que Sancho había sufrido una insólita metamorfosis espiritual. Muy lejos de su pueblo manchego hollaba caminos de redención y justicia, transitados con el ímpetu de su señor Don Alonso Quijano. Ya no era el humilde escudero de simple espíritu práctico e ignorante en cuestiones de la caballería andante.

El más demencial fabulador de la comarca, gracias a sus planetarios estudios sobre los espíritus anquilosados, añadió que esto era lo mejor que había podido ocurrirle al fidelísimo escudero, pues estaba seguro de que sin los Quijotes el mundo se detendría.

Mas lo asombroso hasta hoy es que, para todos, la rechoncha figura del escudero universal había sucumbido ante el tránsito del tiempo y debería yacer en la llanura castellana, plácidamente. Por crónicas familiares –hasta ahora inéditas—, Salvador había conocido que Sancho vino a Cuba y pudo vérsele desfaciendo entuertos, investido de solemne dignidad y espíritu justiciero.

–¡Ah, bellacos! ¿Cómo se os ocurre maltratar a tan humildes criaturas? –decía a los conquistadores, descuartizándolos.

Se ha podido verificar que, durante la colonización, el famoso escudero se encontraba en el centro del país, donde contrajo matrimonio con una joven del poblado Caney, frente al mar. Ciertamente, era ya un hombre de mediana edad, pero en aquella época y lugar no estaban tan acentuados los prejuicios en cuanto a la correlación cronológica en el matrimonio y, por tanto, fueron felices, sin incomprensiones ni murmuraciones iniciales. Dicen los documentos consultados que Sancho aparejaba su jumento y recorría enormes distancias, taciturno.

–Cuida al crío, mujer –le decía a la esposa, quien lo despedía con una sonrisa, en la puerta del caney.

Generalmente regresaba cuando el sol se ocultaba entre los árboles, e iniciaba su relato acerca de las aventuras cotidianas. Que si hoy se había encontrado con una criatura infelice a quien algún marrano maltrataba hasta la muerte, pero él la había salvado. Atravesó con su lanza al malhadado hombre cruel, portador de igual saña a la de aquellos villanos liberados por su señor, y que luego lo habían bejado tanto.

–Yaíma –decía–, facer justicia… eso es lo que importa. Mi señor, en el cielo, estará orgulloso. Ya veredes.

En la aldea nadie conocía sus antecedentes ni aventuras manchegas, pero generalmente respetaban su digna condición. Hasta la obesidad se había convertido en emblema de dignidad y jamás hubo indígena que lo utilizara como blanco de sus chanzas. Enemigos tenía, por supuesto: el cacique le envidiaba su jumento, el hijo del behíque sentía su vanidad ultrajada por el despecho de Yaíma, y la madre de esta consideraba que la tribu no le perdonaría la desafortunada elección de un hombre tan mayor y aventurero, que siempre hablaba de cosas incomprensibles.

Por ejemplo estas: –Yaíma, vivid para honrar a vuestro señor, nunca para mancillarlo.

Hasta en la tribu, esto sonaba a falso concepto del honor, pero lo llamaban de otra forma. Sin embargo, Sancho continuaba su diario peregrinar hasta Sabaneque y otros recónditos lugares de los santos espíritus, mientras el hijo crecía y Yaíma preparaba el casabe cotidiano. Aunque, ciertamente, algunas muchachas de la tribu –y hasta envejecidas señoras— sembraban la insidia.

–Yaíma, ¿dónde está ese hombre que no te atiende?

–Yaíma, ¿andará por la tribu de Camagüebax y la bella Tínima?

–Yaíma, necesitas enaguas, ¿quién te las buscará?

–Yaíma, y ese padre de tu hijo, ¿cuándo vendrá?

Al llegar a este punto, Salvador hacía una pausa en la narración y añadía luego que las crónicas son prolijas en estas y otras murmuraciones, y en inverosímiles detalles, escritos en lenguaje arcaico. Lo cierto es que Sancho se enfrentaba, decía, a las intrigas con la misma tranquilidad que a las espadas y arcabuces de sus enemigos, pensando en cualquier criatura infelice, como decía. Yo, por mi parte, creo que Don Alonso Quijano le había inoculado el virus de la justicia. Por eso acabó tan mal. Eran años difíciles y muchos pensaban con criterios de épocas transitadas, sin comprender que el tiempo pone a cada cual en su lugar.

De pronto Yaíma comenzó, entre susurros de amor y llanto de folletín, a quejarse de aquel Sancho despreocupado por las cuestiones del caney e inmerso en el futuro de sus congéneres, e inició una serie interminable de diatribas que siempre concluían con una lacónica frase:

–No eres el hombre que conocí.

Lo peor es que ocurría cuando él estaba sumido en profundas meditaciones o en quijotescas locuras que resultaban interrumpidas por palabras de tamaña injusticia, y Sancho se enardecía pensando que no retornaría a la profesión de porquerizo porque Yaíma quisiera, sino que cumpliría la encomienda de redimir a los de pobre condición, a pesar de la muerte. Simplemente respondía:

–Ni tú eres la mujer…

Pero ella interrumpía la frase y comenzaban un interminable diálogo con elementos de racionalismo convencional e idealismo ético que duraba días, meses y a veces años. De encontrarse solamente, ella le decía: “Tú no eres el hombre”, y él le replicaba: “Ni tú la mujer”.

Ambas frases lo resumían todo. No obstante, Sancho –en un poblado de indígenas—trataba de adecuar su conducta a lo convencionalmente admitido, para conservar a la familia como centro del universo humano. En esto tenía razón, por supuesto, aunque su fe en tal sentido había menguado. A pesar de ello continuaba su cotidiano y justiciero quehacer.

Mas un día se encontró con Vasco Porcallo de Figueroa, precisamente en la aldea de Tuinicú, y entonces se acabaron las diatribas, rencores y peleas hogareñas, olvidadas a la salida del sol. Según las crónicas evocadas por Salvador, Don Vasco se encaminaba a reprimir al Movimiento Comuneros de Castilla y, como siempre, se hacía acompañar por guardaespaldas, esclavos, lebreles y otros medios de exterminio cruel. Decía Salvador que por estas ventajas se decidió a iniciar la trifulca:

–Porquerizo e’mierda, te desollaré –le dijo.

–Probad si queréis –replicó Sancho.

Don Vasco, que perteneció al linaje de los Ferias y advino al mundo nadie sabe dónde ni cuándo, del mismo modo que partió, en esta época figuraba como amo y señor de la comarca y, por tanto, hacía lo que le daba su real gana: desaparecía aldeas enteras, asesinaba a los miembros del cabildo en poblados hispanos, alimentaba a sus perros con fresca carne de indígenas recién cazados y no se inmutaba por nada. Por lo menos así consta.

A pesar de ello, Sancho irguióse sobre su jumento y dijo:

–Señor bellaco, cuando mi señor se batió contra los gigantes –que no eran molinos— no pidió clemencia. Yo tampoco.

Y ese fue el día de su muerte. Jamás se había visto carnicería tal en cuerpo humano. Su gruesa y humilde figura quedó convertida en minúsculos fragmentos de pretérita existencia, dispersa entre barro, matorrales y menudos cabellos de lebreles amaestrados.

Aquella noche Yaíma lloró soñando a su esposo en lecho ajeno… Pero pasaron los días y jamás supo de él, a pesar de que a todos les decía en su idioma:

–Averigüen por mi señor Sancho… y díganle que lo espero.

Salvador decía siempre en esta parte del relato que el tiempo no es confiable y, no se sabe por qué, en el cerebro humano existen huellas perecederas, que antes parecieron inmutables. Por eso Yaíma se enamoró de un subtaíno que todos los días plantaba su maíz, recolectaba los frutos de árboles cercanos y continuaba prendado de sus enaguas, con paciente parsimonia. Pero años después también fue cruelmente exterminado por otros Vascos Porcallos que vinieron. Mas el hijo de Sancho, a quien su idealista padre había dado Amadís por nombre, creció anónimamente y dejó una numerosa descendencia, progenitora de Quijotes que aún sobreviven.

(Del libro La ira contenida)